Este no es un libro de pop-ups. Tampoco una máquina de resortes ni un juguete automático. Y, sin embargo, algo de ¿Qué cuenta, Basurto? da la impresión de querer tomar cuerpo y salirse de las páginas –o entrar, quizás, en alguna otra dimensión, en algún pliegue extraño de figurita tri/cuatri/multidimensional que confunde al ojo, a la hoja, al lector, observador, ¿cómo se llama una cuando recorre salteadamente –como queriendo agarrar, tocar, ponerles fichas– (a) estos collages, estos juguetes verbales?
Es que los poemas visuales de Sebastián Bianchi son objetos híbridos, plásticos. En ellos, la letra adquiere cuerpo, volumen: se vuelve letra en el espacio. Y pide un lector/espectador que quiera jugar con ella: moverla, cambiarla de lugar, poner una por otra. Incluso cuando en lo estático del papel eso no pueda realizarse del todo, se trata de proyecciones virtuales, espectrales, que reclaman –desde un soporte tradicional– ser materia en movimiento, desplazarse en el tiempo y el espacio.
Hay, por ejemplo, entre los poemas visuales de Bianchi, todo disperso un poema de Oliverio Girondo –o más de uno, quizás, en todo caso algo de Girondo, un rastro suyo que ha querido aparecer de nuevo y asedia entre los artefactos textuales que conforman ¿Qué cuenta, Basurto? El poema de Girondo sube las escaleras arriba, baja las escaleras abajo, pero ahora en un formulario de declaración jurada de certificación de servicios. Entre los cargos de titiritero y albañil tipógrafo, las letras del poema ocupan los casilleros que normalmente ocuparían los días, meses, años de servicios docentes y licencias sin sueldo. Y no llegan a completar ni el verso ni la forma caligramática del texto original, como si una bomba hubiese estallado sobre el espantapájaros y hubieran quedado sólo algunos restos, organizados apenas en las filas y columnas de una planilla burocrática.
En otro momento del libro, el espantapájaros de Girondo aparece dado vuelta, boca abajo, o al menos eso parece, al grito mayúsculo de “MOVIMIENTO CHUMBÍ”. Luego, una referencia directa a los membretes o etiquetas del poeta, publicados por primera vez en la revista Martín Fierro en 1924. Fragmentos de fragmentos, aforismos, formas, destellos de una manía de clasificar que –a su manera– también está en Bianchi. Pero ¿qué queda de esos poemas o de esa forma de pensar el lenguaje y la poesía? ¿Qué cuenta y qué no cuenta, Basurto, de esa vanguardia de hace cien años?
En el epígrafe-dedicatoria que antecede a sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Oliverio Girondo refiere una “certidumbre reconfortante”, la de poseer –en nuestra calidad de latinoamericanos– “el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kous-kous oriental, como una becasina cocinada en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla”. Por supuesto que cien años después esta atribución vale también para una poética como la de Bianchi.
El espacio textual-visual de sus juguetes atrae y devora todo tipo de materiales: pentagramas, folletos, publicidades, esquemas conceptuales sobre la memoria de un niño; sellos –muchos sellos–, emojis, juegos de palabras; una tabla de ensamblajes y componentes de un Ford de 1955, páginas de libros antiguos, “estrella roja sobre un fondo de mierda muy intenso”, una versión distorsionada del gráfico saussureano del signo lingüístico, jeroglíficos; fichas de juegos, sobres de farmacias, carteles, afiches; y hasta un ticket del balneario Ulises, en Punta Mogotes, Mar del Plata, del 20 de febrero de 1987 (unos pocos días antes de que yo naciera) que me hace pensar cuántas temporalidades diferentes coexisten o habrán coexistido en estos collages. Todo esto entre otros muchos elementos que ni siquiera es posible terminar de definir qué son.
Pero sobre todo cuadros, tablas –“cuadros” y “tablas” en sus más diversas acepciones y con muchas cosas fuera de lugar. Como el poema de Girondo reducido a letras que venía a completar filas y columnas de la planilla de certificación docente de Demetrio de Padua. O como las letras en un pentagrama ocupando el lugar de notas musicales, o el sello de “CUIDADO –baldosa floja– en el espacio de un formulario en el que normalmente debería estar la firma.
En definitiva, si se trata de lo-fuera-de-lugar: texto. Texto donde menos se lo espera, acá y allá, en recovecos a los que no se accede sino con edición digital. Texto en transparencia y en superposición. Texto en diferentes idiomas, tamaños, posiciones; texto en blanco y negro o a color, en birome, a mano, a máquina, recortado de revistas o escrito en la PC.